El espejo tiene dos caras: la retracción de las políticas públicas de género y el endurecimiento de las políticas de seguridad como gestión

Editor: NOTA DE OPINIÓN

Autor/a: Analía Ploskenos

La agenda actual de las políticas públicas del gobierno reviste una particular coherencia: a la par que recorta derechos fundamentales de la ciudadanía, amplía el poder punitivo y le otorga un sentido de derecho. El sentido que opera en uno y en otro no genera sorpresas: menos derechos sociales, culturales, asistenciales, y más derechos policiales.

En materia de género, la ecuación subvierte avances históricos en prevención y contención de violencias estructurales y extremas de mujeres cis y personas LGBTIQ+; cuyo punto de eclosión se encontró con el cierre del Ministerio de Mujeres, género y diversidades, creado en 2019. Todo esto, en un contexto de reformas regresivas en derechos humanos, como las políticas claves para el proceso de memoria, verdad y justicia; planes anti manifestación impulsados por el Ministerio de Seguridad, y propuestas que nada tienen de actuales en materia de baja de la edad de imputabilidad de personas menores de 18 años.

Bien leído, como dijimos, un programa hostil, punitivista y antiderechos que resulta coherente con el rumbo político buscado.

Que el criterio de atención a violencias de género sea el presupuestario, en un país donde se han cometido, según el Registro Nacional de Femicidios de la Oficina de la Mujer de la Corte Suprema de Justicia, entre 226 y 260 víctimas de femicidio por año de 2017 a 2023, es obsceno y vergonzoso. Que las personas que padecen sistemáticamente violencias en sus espacios domésticos, laborales, públicos, no tengan a dónde llamar para saber qué caminos tomar, con qué recursos cuentan, por el desmantelamiento de un canal histórico de recepción y canalización de esas inquietudes, como la línea 144 perteneciente al Ministerio de Justicia de Nación, es desesperanzador. Ya ni siquiera podemos decir que la institucionalidad en materia de género en nuestro país es cosmética; directamente cayó en saco roto.

No obstante, la trampa del ahorro fiscal tiene un contrapunto; el redireccionamiento de fondos para robustecer arcas securitarias que solo producen mayor exclusión y segregación social. O en fácil: más encarcelamiento de personas pobres, desclasadas. En el caso de mujeres, generalmente cabezas de hogar. En el caso de personas LGBTIQ+, probablemente migrantes, con oficios estigmatizados, como el trabajo sexual.

Políticas securitarias que permean modelos de masculinidad hegemónicas; que huelen a naftalina con sus proclamas de orden público, y destruyen colectivos con una agencia incipiente, pero firme. El impacto es mayor en mujeres e infancias, tradicionalmente vistas como poblaciones “débiles”. A las primeras, se les recorta el dinero público destinado a fortalecer sus derechos, despreciando en forma directa a todas las víctimas (directas e indirectas de violencias de género), y subestimando el impacto real de las políticas de prevención y asistencia directas. A los últimos, se los quiere punir como adultos. Menuda trampa del destino.

Las luchas feministas, inclaudicables, y la emergencia en materia de violencia de género exige respetar los valores democráticos vigentes: respeto por los compromisos constitucionales e internacionales asumidos en materia de derechos fundamentales de las mujeres y personas LGBTIQ+, que exige un Estado presente, atento, sensible. La moneda de cambio nunca pueden ser nuestros derechos.

La violencia de género es un problema histórico, estructural, que atraviesa todas las clases sociales, y que no se resuelve con lecciones declamativas. En la actualidad, no podemos esperar ni siquiera eso. El despojo de recursos económicos, humanos y hasta simbólicos descentra el rol privilegiado que tuvo Argentina como motor de conquistas y políticas en materia de discriminación y la violencia contra mujeres y personas LGBTQ+. Sin presupuesto para diseñar políticas que atiendan la agenda de género, la CEDAW, la Convención de Belém do Pará y la Ley n° 26.485 de Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres se transforman en letra muerta.

Las políticas públicas en materia de género (y las políticas públicas en general) no son asuntos del mercado; son deberes de prestación, de organización de servicios; de institucionalidad. Exigen niveles de intervención para matizar desigualdades estructurales, esas injusticias distributivas o de reconocimiento, al decir de Nancy Fraser.

En épocas de profunda desigualdad necesitamos recuperar la dignidad, el reconocimiento y una visibilidad que no sea por las violencias padecidas, sino por las conquistas sostenidas. No se puede avanzar regresando, tan sencillo como eso.

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